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    Alfredo Rodríguez, agente doble

    Alfredo Rodríguez, agente doble

    16/8/2021

    A propósito de Antesalas del olvido/Conversaciones en Venezia de José Mª Álvarez & Alfredo Rodríguez y Jinetes de luz en la hora oscura de Julio Martínez Mesanza 

    por JUAN LOZANO FELICES

    En estos tiempos de ataraxia poética, donde es mucha la poesía que se publica y autopublica, en que los libros de la llamada poesía millennial llenan en las librerías el espacio de novedades con sus portadas vistosas, puede escapársenos aquello que tiene carácter esencial y auténtico, la poesía que nos acerca a un ideal de belleza trascendente, la poesía sustantiva que hace caer los velos y las máscaras, la poesía en lo que tiene de carácter iniciático, de «palabra inspirada» a decir de Antonio Colinas, en lo que tiene de verdad antigua enterrada bajo la frivolidad huera e insustancial del mundo moderno. Por ello, no puedo dejar pasar la ocasión de celebrar la aparición, prácticamente simultánea, de dos acontecimientos poéticos de primera magnitud que tienen en común el buen hacer del poeta navarro Alfredo Rodríguez. Dos magníficas lecturas para este verano que se augura caliente, no solo en lo climático. Dos aventuras que nos llevan, en un viaje reflexivo, al misterio mismo del arte y la poesía. Por cierto, el lecarreliano título de esta reseña dual se lo debo a Juan de Dios García. Además de magnífico poeta que cuenta con ocho poemarios publicados, la actividad de Alfredo Rodríguez suele vincularse al papel que ocupa como divulgador y antólogo en la obra de varios poetas fundamentales. Citemos La plenitud consciente (Verbum, 2019), grueso volumen que recopila cronológicamente entrevistas hechas al poeta Antonio Colinas en distintos medios, y la preparación de la necesaria antología poética de Miguel Ángel Velasco Pólvora en el sueño (Chamán, 2018). En la actualidad prepara una antología de poemas ibicencos de Antonio Colinas, con el sugerente título de Los caminos de la isla. Pero si hay un poeta al que Alfredo Rodríguez permanece vinculado por antonomasia es José María Álvarez; de quien, hasta el momento ha preparado dos antologías, una de carácter monográfico dedicada a Venezia, El vaho de Dios (Renacimiento, 2017), y otra general, Puertas de oro (Ars Poetica, 2020). Además, Alfredo Rodríguez ha publicado nada menos que cuatro libros de conversaciones con el poeta novísimo, el último de los cuáles acaba de aparecer con el título Antesalas del olvido/Conversaciones en Venezia (Ulises, 2021). Esta es la primera de las novedades a las que me refería. La segunda, otra necesaria antología de otro poeta fundamental, el madrileño Julio Martínez Mesanza. Luego volveremos sobre él. Los que frecuentamos el caldero literario de Alfredo Rodríguez sabemos de su gran afinidad con Álvarez; cuya obra, en un primer momento, orienta como referente su propia trayectoria poética y vital. Debe considerarse estos libros de conversaciones como una cara más de la poliédrica obra de Álvarez junto a la poesía, la ficción en prosa y su literatura memorialística. Esta última la podemos encontrar en un solo volumen de considerable extensión, bajo el título de La sombra de la memoria (Balduque, 2019) prologado, una vez más, por Alfredo. En estos libros de conversaciones asistimos a una celebración de la cultura y de la inteligencia a través de distintas jornadas y escenarios. En ellas cabe todo. Desde la observación doméstica y lo biográfico a la recomendación de cafeterías o restaurantes, la reflexión sobre determinadas obras de arte o el cálculo en clave política. Por sus páginas hallaremos referencias a Tucídides, a Rilke, a Montaigne, a Shakespeare, a Chateaubriand, a Hume, a Kavafis, a Mozart, a Borges o al Quijote. Si juntásemos los cuatro libros de conversaciones, tendríamos un grueso volumen que superaría en extensión las mil páginas del libro de Conversaciones de Eckermann con Goethe, que quizás sea el modelo sobre el que se asientan estas de Alfredo Rodríguez con el maestro Álvarez. Se podría decir de estas conversaciones, como acertadamente dice Rafael Argullol del libro de Goethe, que es «un cofre lleno de tesoros». Así, hará bien el lector en tener a mano un pequeño cuaderno en el que ir poniendo la cruz en el mapa, como hacían los antiguos piratas para marcar el lugar donde enterraban los tesoros, anotando títulos de libros, poemas, músicas, pinturas o lugares que visitar. A manera casi de gentilhombre, los largos y enriquecedores encuentros de nuestro hombre con Álvarez desde hace una década, sus largos paseos por le Quartier Latin o por Montparnasse se han visto plasmados, hasta ahora, en estos cuatro estupendos libros de conversaciones en los yo resaltaría como características esenciales la espontaneidad, una encantadora complicidad y la dispersión artística e intelectual. La naturalidad en la conversación es otra nota dominante. Aunque los encuentros están pactados a manera de rendezvous, los temas que tratan, variados y variopintos, no lo están. Las acertadas preguntas de Alfredo, hechas al paso de un palacete, un monumento, al evocar una obra de arte, un libro, un poema o al sentarse ambos plácidamente en el Café de Flore del Boulevard Saint-Germain, son fruto de la curiosidad, de la admiración o simplemente del maravilloso placer de conversar, no hay un patrón reconocible. Podemos decir que una cosa lleva a la otra. Aunque en algún momento puedan ofrecer claves de lectura en la obra alvareziana, no mueve a Alfredo Rodríguez en estos volúmenes la intención exegética. Al contrario, las conversaciones transmiten un cierto aire de espontaneidad, de frescura, de desenfado, de camaradería, donde también, como no podía ser de otro modo, abunda la agudeza y la inteligencia. Estas conversaciones transmiten y consiguen llevar al papel la pulsión vital, artística e intelectual del maestro, del poeta, del amigo. Yo diría que es un libro conversado y vivido. Antes de intentar un corolario brillante, recurro a Montaigne, un escritor al que los tres admiramos: «El ejercicio más fructífero y natural de nuestro espíritu es, a mi juicio, la conversación. Encuentro su práctica más dulce que cualquier otra actividad de nuestra vida». Otra cuestión que puede sorprender, pero no a los que conocemos el talante y la personalidad de José María Álvarez es, dicho en román paladino, su desparpajo. El cartagenero es, a decir de Rodríguez en el prólogo, «alguien que ya ha alcanzado una edad y un aplomo que le permiten decir lo que le da la gana, en privado y en público». Es cierto, a Álvarez se le han colgado muchas etiquetas, algunas hasta contradictorias, pero nadie podrá achacarle una actitud acomodaticia o transigente. Hace años, durante la presentación en Alicante de su poemario Seek to know no more a cargo de Noelia Illán, le oí hablar ya del fraude de la corrección política como versión posmoderna del marxismo o posmarxismo. Merced a la deformación del lenguaje vivimos ya en un eufemismo continuo. Por ello, en estos tiempos de oscurantismo es tan importante contar con voces disidentes frente a la dictadura del hombre masa, en el sentido orteguiano. Ahora, como he dicho, nos llega esta última entrega. Lo primero que llama la atención es el cambio de escenario, de París a Venezia. Y habrá que preguntarse el porqué. Yo tengo mi propia teoría. Se dice que Venezia no es la ciudad de los que allí nacieron sino de los que regresan a ella. Siempre he pensado en Venezia como la cittá dolente aunque no en el sentido dantesco. Venezia fue la ciudad desde la que Goethe divisó por primera vez el mar, más allá del Lido, desde el campanario de San Marcos; donde lord Byron celebraba fiestas en su palazzo junto al Gran Canal antes de que el fatum lo llevase hasta Grecia; donde Ezra Pound se retiró del mundo; donde descansa Monterverdi en la iglesia de I Frari. Pero también es el lugar donde Wagner marchó para componer el II acto de ese mito de amor y muerte que es Tristán e Isolda, y luego para morir en el Palazzo Vendramin. La góndola fúnebre cruzando el Gran canal, Verdi escribiéndole a Ricordi: «¡Triste, triste, triste... Wagner e morto!» y Luis II cubriendo luctuosamente los pianos de sus castillos alpinos. Venezia tiene un componente crepuscular, de conclusión, de despedida. Se diría que una sombra de fatalidad se cierne sobre ella. Otro poeta que ama Venezia, Luis Antonio de Villena, ha dicho que está «asentada en su belleza y en su fracaso», y que hay una civilità véneta basada en lo decadente, porque Venezia sabe que es una ciudad condenada a muerte, a su hundimiento, pero que «se complace en ello». «Santuario de la religión de la belleza» dijo de ella Proust. Venezia es, ciertamente, una ciudad extraña y más en otoño, época del año en que tuvieron lugar estas conversaciones. Por todo ello, veo esta anunciada última entrega y la elección de la ciudad adriática, como coda con un cierto carácter testamentario. Llegamos así a la segunda novedad objeto de esta doble reseña. Se trata, como se ha adelantado, de la antología poética de Julio Martínez Mesanza, que lleva como título Jinetes de luz en la hora oscura; en cuidada edición de Alfredo Rodríguez para la colección Beatus Ille de la editorial ovetense Ars Poetica, que dirige con gran acierto y gusto el también poeta Ilia Galán. Tan hermoso título está extractado del poema ‘San Luis’, del propio Mesanza: Hay espadas que empuña el entusiasmo y jinetes de luz en la hora oscura. Siempre elegante y refinado, con cierto aire de entrenador de fútbol, Julio Martínez Mesanza nació en 1955. Es filólogo y traductor de Dante, Miguel Ángel, Montale o Moravia. Actualmente es el director del Instituto Cervantes en Tel Aviv; y anteriormente ha ejercido este cargo en ciudades como Estocolmo, Lisboa, Milán y Túnez. El poeta es, cronológicamente, coetáneo del grupo más joven de los posnovísimos, los autores que comienzan a publicar entre mediados y finales de los setenta y ya en los ochenta. Año arriba año abajo, Mesanza es de la misma quinta que Julio Llamazares, Andrés Trapiello, Miguel Más, Luis Martínez de Merlo, Fernando de Villena, o Ángeles Mora... Comienza Mesanza a escribir los primeros poemas de su obra nuclear, Europa, a finales de los años setenta, y ya en forma de libro aparece publicado en 1983 en una edición limitada y aún no definitiva, con una tirada de poco más de cien ejemplares. Luego, en 1986 se reeditaría en la sevillana Renacimiento. Si la primera edición contaba con 15 poemas, la edición posterior ya tenía 46, distribuidos en cinco secciones. Concebido como libro total, a manera de work in progress, ha habido otras ediciones de Europa a las que ha incorporado nuevos poemas de este ciclo que podemos delimitar temporalmente entre 1979 y 1990, aunque aún se publicarán una serie de descartes por la Universidad de Baleares, bajo el título Fragmentos de Europa (1996), éste recomendado para mesanzianos de pro, interesados en el proceso creativo de su obra más icónica. Para contextualizar la aparición de Europa, diremos que, entre el momento fundacional de 1983 y la edición de Renacimiento en 1986, se publican en España poemarios como La caja de plata de Luis Alberto de Cuenca, La muerte únicamente de Luis Antonio de Villena, Noche más allá de la noche de Antonio Colinas, Música de agua de Jaime Siles, Santuario de Vicente Gallego, La vida fácil de Andrés Trapiello, Después que me miraste de Antonio Carvajal, Tósigo ardento de José María Álvarez, La estancia saqueada de César Antonio Molina, Los vanos mundos de Felipe Benítez Reyes, Canto de la erosión de Jorge Riechmann, Arcana Imperii de Víctor Botas, Elegías de Eloy Sánchez Rosillo, La visita de Safo de Juan Carlos Mestre y El fulgor de José Ángel Valente. Bien, la sola enumeración de estos títulos, incluido Europa, en un espacio temporal tan breve, nos invita a una reflexión. Es un periodo que presenta rasgos no homologables, donde coexisten varias tendencias poéticas, varias concepciones estéticas, desde el culturalismo sesentayochista heredado a su vez de los novísimos a una tendencia más pop, una poética de corte más clásico e incluso una tendencia al neosurrealismo. Pero este será un breve interregno ante el avance hegemónico de la llamada poesía de la experiencia que, en los noventa, viene a hacer tabula rasa sobre toda esa diversidad poética, subsistiendo paralelamente una poesía más o menos minimalista o “poesía del silencio”. No es baladí que, el único poemario unitario publicado por Mesanza durante esa década lleve por título Las trincheras (Renacimiento, 1996). Si Europa es un poemario en cierto sentido luminoso, «matinal» lo ha definido su autor, en Las trincheras encontramos pese a la continuidad temática y simbólica, un giro en el tono, una mirada más desesperanzada y de resistencia. A decir de Mesanza, Las trincheras sería la parte oscura de Europa. Podemos decir que contrasta y a la vez complementa su obra nuclear. Algo que llama la atención en la trayectoria poética de Julio Martínez Mesanza es su escasa obra poética publicada, un poemario por década. No es desde luego esto algo censurable en un poeta donde cada libro es fruto de un periodo de maceración, no sólo del texto. También lo es de búsqueda, reflexión y crecimiento personal. Encontramos en la poesía de Julio Martínez Mesanza, ya desde su tardío inicio, una calidad distintiva, un manejo personal de los recursos poéticos y semánticos, una intensidad original o energía radical que crea un territorio muy personal, casi un estado soberano. Su poética posee un acento épico que cobra cuerpo al ahormarse través del endecasílabo blanco. Martínez Mesanza está al margen de las modas dominantes y convenciones poéticas de su tiempo, quizás por ello no sea suficientemente conocido ni comprendido aunque su último poemario publicado hasta la fecha, Gloria (Rialp, 2017) mereció el Premio Nacional de Poesía. Su poética, yo diría, se encuentra incardinada en el humus espiritual de una idea de la vieja Europa como dique de contención ante la barbarie. Como tentativa de recuperación de una identidad periclitada, heredada del mundo clásico y de honda raíz cristiana. Como referente lejano él mismo ha citado a los clásicos grecolatinos y a la poesía española del Siglo de Oro. Como posibles referentes más inmediatos veo a poetas como Borges, Cirlot y Víctor Botas. Quiero matizar el termino de “poesía épica” que yo mismo acabo de utilizar y del que se ha abusado mucho a la hora de conceptuar la obra de Mesanza. En ningún caso estamos ante una poética triunfalista o heroica, aunque una lectura apresurada pudiera llevarnos a esta representación. Mesanza nos habla de aquellos que morirán, «hermosos e inútiles» en el campo de batalla. Podemos hablar de una épica doliente o de una sintonía épica pero también de una herencia sentimental e histórica, donde la épica deviene una ética de salvación personal. Más que como argumento y muy alejado del ornamento, la temática histórica funciona en Martínez Mesanza como fuente de indagación interior. A través de estos cuadros históricos, no exentos de emoción y dramatismo, encontrará también el lector una destreza inmaculada para crear bellísimas imágenes que entroncan con la tradición mística del siglo áureo e incorporan una multiplicidad de significados y símbolos. Con frecuencia un verso contundente inicial pone en movimiento el poema, resuelto como argumentación lírica de aquel. El jurado que le otorgó el Premio Nacional de Poesía en 2017 argumentó su fallo «por insuflar un aire nuevo a la tradición clásica, avanzando en profundidad en esta nueva entrega poética, plena de belleza formal y sentido de la rebeldía ante el pensamiento único vigente». Al dar forma a esta antología con el título Jinetes de luz en la hora oscura, al volcar de nuevo los poemas sin referencia a su libro de origen, Alfredo Rodríguez lleva a cabo un corpus orgánico nuevo y unitario, de manera que estamos ante un libro de gran intensidad y efervescencia que puede servir de puerta de entrada a su obra. Los que están familiarizados con su poética encontrarán en este libro una magnífica síntesis y nueva ocasión para sorprendernos y emocionarnos con su poesía. Como dice Alfredo Rodríguez, Mesanza «es de esos poetas a los que uno vuelve, los poetas en los que uno va profundizando con los años». Permítaseme acabar citando de nuevo a Julio Martínez Mesanza, en uno de sus primeros poemas, ‘De amicitia’, perteneciente a su libro fundacional y uno de los cantos más bellos que conozco sobre el preciado don de la amistad que, como no podía ser de otro modo, recoge Alfredo Rodríguez en la antología: Si tuvieses al justo de enemigo, sería la justicia mi enemiga. A tu lado en el campo victorioso y junto a ti estaré cuando el fracaso. Tus palabras tendrán tumba en mi oído. Celebraré el primero tu alegría. Aunque el fraude mi espada no consienta, engañaremos juntos si te place. Saquearemos juntos si lo quieres, aunque mucho la sangre me repugne. Tus rivales ya son rivales míos: mañana el mar inmenso nos espera.