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    JOSÉ MÉNDEZ. DESDE LA CLARIDAD DEL DÍA

    JOSÉ MÉNDEZ. DESDE LA CLARIDAD DEL DÍA

    JOSÉ MÉNDEZ. DESDE LA CLARIDAD DEL DÍA

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    JOSÉ MÉNDEZ. DESDE LA CLARIDAD DEL DÍA. EDITORIAL ARS POÉTICA.

    Tengo un entusiasta recuerdo de la lectura de En esta playa, libro de José Méndez publicado en las exquisitas ediciones de El Observatorio, allá por 1985. Pocas noticias de su poesía he tenido desde entonces, a pesar de que, posteriormente, ha publicado títulos como Esquirla (1996) o La mirada (2002), una reunión de su poesía escrita entre 1973 y el 2000. Regresa ahora a la poesía con Desde la claridad del día, un libro que cifra en el recuerdo de la infancia el origen de su escritura. Como el título revela, esta rememoración no resulta en exceso melancólica. Se echa la vista atrás con nostalgia —no puede ser de otra forma, la memoria hace una labor de poda con discreción, y elimina o suaviza los momentos menos amables—, pero sin resentimiento, quizá porque el oficio de poeta le permite reivindicar la fuerza del amor —«o las oscuras formas en que el amor se muda»—y con esa energía transformada en palabras desafiar al paso del tiempo: «De las amadas brozas del origen / asciende en soledad / el amor que protege la canción / de la ira del tiempo».

    Desde la claridad del día, además de ser el título del libro, es la parte central y más importante, del volumen, y la cita de Benjamin que la encabeza es lo suficientemente explicativa como para presentir el tono de los poemas que la integran. Desde al otra orilla, la del paso del tiempo, se evocan instantes del pasado, pero no como si fueran ajenos a quien los escribe, porque José Méndez cuida el verso, lo dota de una musicalidad y una templanza muy sui géneris, fiel a un lenguaje y a unas formas que viene practicando desde siempre y que resultan ser muy apropiadas para un canto contenido como es el suyo. Describe lo que ve, lo que siente con escasas pinceladas y no se dispersa encadenando manchas de color para adornar lo que no lo precisa: «Dos cuervos bañándose en una palangana, /a su lado las gallinas / escarban en la nada». Esas escenas de la infancia suelen tener un personaje con nombre propio como protagonista: Diego, María, Arsenio, Rolindes, etc. No sabemos de ellos más que lo que se nos cuenta en el momento ya sin tiempo del poema, como en el caso de Serafín: «… cojitranco y embarrado, fuera de sí / como un malvís en mayo, / grita el nombre de su caballo / y llora cada espiga que no nacerá» o de Lulo: «… trabaja el octavo radio de la rueda de un carro, / devasta el listón de roble sacando finísimas virutas, / serpentinas transparentes que caen en sus pies / y se doran al sol como culebras dormidas», pero en la sección «Luz sin nadie», la muerte hace acto de presencia. La muerte es la ausencia de esa luz que «protege la fragilidad de mi cuerpo», escribe José Méndez, quien, en el poema final de libro, sin duda, el de más largo alcance simbólico, nos participa su sensación de desgaste vital. El poema es una especie de resumen de pérdidas pero contempladas, como dije al principio, sin aflicción, con un sabio estoicismo: «Esperas la llamada, una señal, que la luz / convoque tu corazón hacia la altura / donde soñaste refugio, la casa de los padres, / las gibas de la orfandad que acaecieron / en la azorada travesía de los años». Poesía, la de José Méndez, atemporal, en la que laten las incertidumbres existenciales de siempre, pero expuestas de forma única, desde su propia vivencia, personal y, por otra parte, tan de todos.