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    Raúl González García / Jordi Doce: En la rueda de las apariciones: la mella en el mirar

    Raúl González García / Jordi Doce: En la rueda de las apariciones: la mella en el mirar

    Porque más allá de esa escuela de la contemplación que representa la poesía para el poeta, la actividad lírica también conforma una manera de dejarse absorber por la mirada que realiza el propio paisaje. El famoso pensamiento de Wordsworth, que algún crítico como Bern Dietz ha asignado a Doce, como nos recuerda también Mora, de lo poético como imagen contemplada en la serenidad de la memoria, no tendría entonces otro sentido que este: alejarse del instante de la mirada, para percibir, con cierta melancolía, es cierto, de qué forma lo contemplado modifica en gran medida al contemplador mientras atraviesa el tiempo, de modo que el yo se constituye en un intercambiador, en un simple modulador de la experiencia. Todo contribuye, pues, a convertir al yo en un fantasma, en un flâneur al borde de la desaparición de un proceso de observación y autobservación en marcha. Y también coadyuva a transformar a ese yo, sobre todo, en una presencia-ausencia deseante que precisa encontrar, al fondo, una mirada otra que lo justifique y dé razón de su existencia. Poemas como «Diálogo en la sombra» (p. 46) nos acercan a esta teoría de la visión que vinculan a nuestro autor con aquella esencial heterogeneidad del ser de Machado: «Quien mira sabe / que algo le está mirando». Tampoco, por otro lado, serían ajenas a esta poética las máscaras del yo que son características del Modernism anglosajón (Yeats, Eliot). En estos caminos, creo, se encontraría a su vez nuestro autor con el Cernuda del exilio, con autores del 50 como Claudio Rodríguez o Francisco Brines y, más cercanos en el tiempo, a Álvaro Valverde o a Vicente Valero. Poco importa, posteriormente, si el resultado de esa confusión de lo interno y lo externo se vuelca como himno o como elegía. En este último caso, el tono estoico se concreta, sobre todo, en una especial tensión del lenguaje, en cierta condición acerada de las palabras, en una resignación vibrante, erguida, que nos lleva a otra línea de la experiencia poética distinta tanto de los ensueños ideales de los novísimos, tan deudores del híbrido sensorialismo culterano y modernista, como de esa poesía civil de baja intensidad que los hechizados por alguna laxa sentimentalidad con aroma de leyenda urbana convirtieron no hace mucho en el único canon visible de nuestra lírica. Nada más lejos en este caso. Ya dejó señalado el crítico Á. L. Prieto de Paula sobre una nómina de poetas que se dieron a conocer entre los ochenta y los noventa del siglo pasado, entre las que incluía a Doce, que en ellos se daba una evolución hacia «una mayor densidad reflexiva» (Prieto de Paula, 2005), aun partiendo de una poesía que tomaba también lo biográfico y la realidad como origen de la experiencia poética.

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