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    Unas palabras sobre Dondequiera que vague el día, de Ada Soriano, por José Luis Ferris

    Unas palabras sobre Dondequiera que vague el día, de Ada Soriano, por José Luis Ferris

    El pasado 23 de febrero se presentó en la librería Códex de Orihuela el nuevo poemario de Ada Soriano Dondequiera que vague el día, editado por Ars poetica, colección Carpe Diem. El acto fue presentado por el prestigioso escritor y poeta José Luis Ferris, autor del texto que reproducimos a continuación.

    Lo primero que sugiere la lectura del poemario Dondequiera que vague el día son tres palabras que comparten sufijo: honestidad, sinceridad y verdad; verdad porque resulta imposible separar en uno solo de sus poemas la vida del texto, la experiencia vital, el sufrimiento o la alegría del producto literario. En este caso, más que nunca, y recordando inevitablemente a Miguel Hernández, vida y obra son las dos caras de una misma moneda.
    Dicho esto, conviene decir también que el libro sorprende y deslumbra, a pesar de las luces y de las sombras que la autora ha destilado a lo largo de la escritura. Estoy convencido de que estamos ante la mejor producción lírica de Ada Soriano, ante un poemario en el que se lo ha jugado todo, en el que se ha desnudado como nunca y en el que ha impregnado –con esa huella que los cuerpos dejan en la tela de un sudario– su propia envoltura con el dulce y amargo sudor de su piel, con las encarnaduras de su carne, con las heridas aún no cerradas de su alma.
    A quienes no tienen un claro conocimiento de la trayectoria poética de Ada, les recuerdo que desde muy niña, como ella misma confiesa, se sintió seducida por la literatura y la música, y muy especialmente por la poesía. Era una lectora impenitente de relatos, poemas y cuentos de hadas. “Yo sentía así que viajaba –dice ella–, que me descubría ubicada en otras épocas, en otros lugares, percibiendo el olor y el sabor de paisajes nuevos, hermanándome con las palabras de escritores a quienes ya comenzaba a admirar”. Sin embargo, su aventura literaria comenzó a mediados de los 80, cuando se involucró en la creación de la revista Empireuma junto a nombres entrañablemente necesarios como el de José Luis Zerón, José María y Fernando Piñeiro, Juan Carlos y Ginés Gras, José Manuel Ramón, Eduardo López Egío, José Antonio Ortuño y Joaquín Peñalver. “Mis colegas y yo éramos muy jóvenes. Teníamos esperanza y una férrea convicción en todo lo que emprendíamos. Para nosotros, la década de los 80 fue una explosión de arte en todas sus manifestaciones.” Después, como escribió Jaime Gil de Biedma, y como suscribiría la propia Ada Soriano: “que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde”.
    Desde aquella década, nuestra poeta nos ha ido dejando los libros Luna Esplendente o sol que no se oculta (1993), Como abrir una puerta que da al mar (2000), Poemas de amor (2011), Principio y fin de la soledad (2011) y Cruzar el cielo (2016). Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés y al rumano. Ha colaborado en numerosas revistas nacionales y algunas internacionales. Actualmente escribe en el periódico digital Mundiario y en el blog literario Frutos del Tiempo.
    No obstante, como he anticipado líneas atrás, creo que este libro, publicado por la prestigiosa editorial Ars Poetica, es el mejor de la escritora Ada Soriano.
    La cita del poeta portugués António Ramos Rosa, de la que arranca la obra, no es en absoluto baladí y responde al espíritu, sin duda, del conjunto: la naturaleza como sanación, el deseo íntima y fieramente humano de formar parte de ella, de ser átomo del agua, del aire, de la luz, del bosque o de la tierra que nos envuelven; el sueño de fundirnos en el alma y el tejido de sus elementos, de diluirnos con y en la vida misma.
    Como si estuviera dentro del agua y ciego,
    veo maravillosamente las intensidades, las formas,
    las corrientes, los ríos de sombra y luz,
    los caminos flotantes, el follaje sombrío que
    se disipa, que renace…

    Estos versos del poeta portugués nos invitan a pasar, descorriendo el cortinaje de la página 11, al mundo personalísimo de Ada, al espacio de un ser herido, manchado de sombras, que quiere sobrevivir a las regiones devastadas de algo que en ella generó dolor. En este caso nos enfrentamos a un poemario que es toda una confesión y todo un tratado de supervivencia. Incluso más. Con claroscuros de Rembrandt, de lección de anatomía, la autora emplea también en estos versos los aparatos precisos del lenguaje para operarse a sí misma, para aplicarse una cirugía sanadora que extirpe, por la herida, fantasmas y oscuridades.
    Entendido esto, a ningún lector le costará comprobar que todo el libro es una búsqueda de la luz, un deseo permanente de desprenderse de aquello que ata y ensombrece. Así lo confiesa el título de la mayor parte de los poemas, que nos remiten a esa imagen: “Alumbramientoo, “Esbozos de luz”, “Cae lento el sol”, “Bajo la luz”, “Promontorios de luz”; pero también hallamos frecuentes guiños a todo lo que inspire altura o claridad, todo lo que remita al cielo y la plenitud del ser: “Donde mi nombre fue eco”, “Nubes”, “Desde la cúpula”, “Punto de vista”…
    No cabe duda de que el sol, con su fuerte simbología, es el eje de Dondequiera que vague el día. La autora lo considera el origen positivo de todo; de la vida en primer lugar, al considerarlo incluso la placenta del mundo: “El sol se ha alzado / sobre el horizonte / con una consistencia blanda / y escurridiza, / como dulce gelatina. / Durante unos segundos / ha quedado suspendido / sobre su propio reflejo: / un arco fino y delicado, / la placenta”.
    Pero además, el sol es generador de vida porque ilumina lo que carecía de luz y aparta las sombras que ennegrecen o niegan las existencia de las cosas: “las sombras han dejado / de ser bultos, / objetos sin identidad. / Lo que parecía haberse ausentado / se ha vuelto visible”.
    Y en esa visión de la vida donde el sol/dios preside el todo, no podía evitar nuestra poeta el referente a Vladimir Kush, el pintor ruso que acostumbra a llenar sus cuadros de surrealismo metafórico y, cómo no, de soles como yemas de luz, como monedas de oro, como llamas de fuego o como labios totales: “He sentido el roce / de la mirada de Helios / y me he adentrado en los designios / de Vladimir Kush: / una moneda de oro / suspendida en el aire, / la llama de una vela / y sus estalactitas, / un aro de luz / contra una manada de nubes, / la eclosión de un huevo / –la yema densa y amarilla– / sobre un plato azul turquesa”.
    Todo el poemario es una antítesis, una lucha de contrarios. Pero lo admirable de ese proceso de sanación, de catarsis, de fusión con la claridad y con los elementos luminosos de la naturaleza, es el lenguaje: un lenguaje que gradualmente se puebla de sensualidades y de un erotismo a veces contagioso. Asistimos así al momento en que es el sol derrama su semen de luz sobre la vida: sobre las uvas carnosas, sobre los girasoles o las margaritas que se recrean sobre el lecho mullido o, como escribe la autora –sin escatimar belleza– sobre el mundo: “Una congregación de clítoris / se impregna de savia amarilla, / oro fundido, / caudal que quema. / Cae lento el sol / sobre los pétalos vírgenes…”
    Esta imagen de plena unión con la vida se intensifica en otros poemas que se cargan de nuevo de referencias culturalistas. Así, el guiño a la mitología, en este caso, a Danae, fecundada por Zeus con una lluvia de oro –no olvidemos los cuadros de Tiziano, de Klimt o de Conterio–, lo encontramos de modo explícito en el poema “Cae lento el sol”, pero también en composiciones como “Cerezo”, “También yo” o “Flores en el río”. Los momentos del amor son, en este libro, aquellos en los que la naturaleza se comporta como una amante rendida y entregada, o como una mujer que espera empapada en sueño: “Me abandono a esta noche / donde una nube se abre / y parte mi dolor con arma blanca / y deja entrever un brillo de luna, / una perla en su concha”; “Un sudor fálico irrumpe / en mi habitación y corta el silencio. / En las horas oscuras, / cuando todos duermen, solo yo los veo, / solo yo los sueño”.
    En el tramo final del libro (“Seis poemas delicados”) se desvelan las querencias y las confesiones. Hay un deseo firme y declarado de arrancar del alma una infelicidad que ha hecho en la escritora sus estragos. Hay una búsqueda de amparo en la madre/luna, ese símbolo que genera en la escritora admiración y ternura. Hay un ansia de reinventarse, de renacer, de reivindicar el derecho a ser feliz: “producirme nuevamente / para ser nuevamente yo / en este presente que camina / lento / –demasiado lento– / bajo la permanencia indisoluble / de la luna…”.
    En síntesis, Dondequiera que vague el día, además de un libro de una factura honda y admirable, es un ejercicio de construcción y de reconstrucción. Ada Soriano crea, con el lenguaje, una suerte de fortaleza poética probadamente sólida, pero al mismo tiempo emprende una dolorosa tarea de reconstrucción personal, de unión de partes mutiladas, de renacimiento –desde ese útero de paredes curvas del que ha de salir–, como un ave fénix que no duda en aceptar su condición: “Quiero recomponerme… / Hilo y aguja / para remendar las fisuras / de mi sombra que pasa. / Hilo rojo carmesí. /Las plumas, / el pájaro sagrado”.